Aunque es una expresión común, he observado que los recursos humanos aparecen cada vez menos cuando hablo de las organizaciones. Su lugar lo cupa el término personas.
Reconozco que referirme a las personas como recursos me ha dado grima, desde siempre. Referirme a las personas como un recurso me genera la sensación de reducirnos a meros objetos, máquinas casi, del sistema productivo. Olvidamos, así, nuestra individualidad, dignidad como personas y nuestras necesidades particulares, cada persona las suyas.
No es un tema semántico, como bien sostiene Claude Steiner lo que no se nombra no existe; es, por lo tanto, en el lenguaje donde la distinción cobra sentido.
La persona, que desde ningún punto de vista tiene características de objeto, es tratada como si lo fuera. Y llega a ser vista en términos del beneficio, normalmente económico, que puede aportar al sistema productivo.
Hablamos y medimos, entonces, la eficacia, productividad y eficiencia de nuestros recursos humanos. En el extremo de esta visión utilitarista, la persona se concibe como una pieza prescindible e intercambiable en el sistema productivo. Las relaciones instrumentales, también las profesionales, son relaciones superficiales, basadas en el cálculo, que han perdido autenticidad y profundidad.
Esta concepción deshumanizada de la persona no se ciñe al ámbito profesional, laboral o a la visión que tenemos del otro. Podemos extenderlo, también, a la relación que mantenemos con nosotros mismos. Y así, desde nuestra infancia, empezamos a adaptar nuestras formas, nuestra subjetividad, la expresión de nuestras emociones a lo que nuestro entorno tolera o demanda. Sólo así podemos satisfacer nuestras necesidades.
En un momento determinado tomamos conciencia de nuestras capacidades y sentimientos como recursos que podemos utilizar de forma estratégica. Estos juegos de poder nos aportan un beneficio; no en vano, con ellos reclamamos y obtenemos atención, alimento, cuidado, etc. y logramos sobrevivir.
De esta forma empezamos a perder la conexión con nuestra propia individualidad y dificultamos la exploración y expresión auténtica de las emociones. Y con ello, perdemos la capacidad de implicarnos emocionalmente y conectar de forma significativa con el otro, de reconocerlo.
El reconocimiento de la individualidad es una necesidad básica fundamental, tan vital o más, que el alimento (basta revisar las conclusiones a las que llegó René A. Spitz). Y recibirlo, necesario para desarrollar una identidad estable y plena.
El reconocimiento no es un mero acto cognitivo del otro. Va más allá de percibir, identificar o conocer al otro en términos de la simple constatación de su identidad.
El reconocimiento es una experiencia relacional, implica la aprobación emocional, respeto y valoración de la singularidad del otro. En su expresión más genuina, es el te veo de Avatar, esa unidad de reconocimiento social, caricia o stroke de Eric Berne.
Sin profundizar en su tipología y dimensión intersubjetiva, Abraham Maslow integra el reconocimiento en su jerarquía de necesidades; y la coloca después de haber satisfecho las necesidades fisiológicas, de seguridad y de pertenencia. En su pirámide de necesidades, el reconocimiento se incluye en el nivel de estima e identifica dos categorías:
- Lo que denomina estima baja, refiriéndose a la necesidad de respeto y reconocimiento por parte del otro. En esta categoría incluye tanto la necesidad de ser valorado, apreciado, y considerado por otros; y la búsqueda de estatus, fama, gloria, y dominación.
- La categoría de estima alta, que centra en la necesidad de respeto hacia sí mismo; implica autoconfianza, la independencia, la competencia, y el sentimiento de valía persona.
Creo que la intersubjetividad es un aspecto fundamental cuando hablamos de reconocimiento, no lo podemos obtener inicialmente por nosotros mismos. Necesitamos la relación con el otro para llegar a la autoconfianza, autorrespeto y autoestima. Volviendo la mirada a la naturaleza, el reconocimiento de la madre es determinante para el desarrollo primario de las crías. ¿Cómo puede alimentarse una cría si la madre no la ve, no la reconoce? En determinadas especies es casi imposible sobrevivir, existir, sin ser visto la madre. Es ese reconococimiento lo que hace ser a una cría.
Independientemente de dónde se ubique el reconocimiento del ser en la pirámide de Maslow, el reconocimiento del otro nos individualiza e inicia el proceso de construcción de la identidad; comenzamos a darnos significado en las primeras interacciones con nuestras figuras de autoridad; aprendemos a referirnos e interactuar con nosotros mismos desde su perspectiva, que refuerza o castiga a nuestras capacidades y cualidades, que integraremos como identidad.
Y solo si la persona se ve validada en sus actividades y capacidades puede llegar a entenderse como individuo autónomo. Y, al contrario, cuando se niega el reconocimiento, cuando no nos sentimos vistos, no somos tenidos en cuenta, se genera una herida o hueco psíquico tal que puede lesionar nuestra identidad. Como bien recoge Hannah Arendt en La vida del espíritu, sin tal reconocimiento tácito por parte de los demás, no seríamos capaces de tener fe en la forma en que aparecemos ante nosotros mismos.
Hace poco tropecé con el concepto de reificación. Un término introducido por Georg Lukács (1885-1971), filósofo y crítico literario húngaro conocido por ser uno de los fundadores del marxismo occidental. Lukács definió la reificación como la transformación de las relaciones interpersonales en relaciones cosificadas. Creo que se adapta muy bien a lo que puede implicar la expresión recursos humanos.